¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?

Me quedé en la cocina, en un viejo sillón de cuero, con una copa globo de blanco moldavo. Me resultaba placentero seguir una línea de pensamiento sin encontrar oposición alguna. Sin duda yo no era el primero en pensarlo, pero la historia de la autoevaluación humana como especie podía verse como una serie de degradaciones encaminadas hacia la extinción. Un día estuvimos entronizados en el centro del universo, y el sol y los planetas, y el mundo observable en su integridad, giraban en torno a nosotros en una danza intemporal de adoración. Luego, en desafío a los sacerdotes, la astronomía despiadada nos redujo a un planeta que orbitaba alrededor del sol, una más entre otras rocas. Pero seguíamos aparte, espléndidamente únicos, designados por el creador para ser señores de todo lo viviente. Luego la biología confirmó que éramos parejos al resto de los seres, y que compartíamos unos ancestros comunes con las bacterias, las violetas, las truchas y las ovejas. A principios del siglo XX nos suminos en un exilio aún más oscuro cuando la inmensidad de universo nos desveló su ser e incluso el sol pasó a ser uno más entre los billones de soles de nuestra galaxia, galaxia que a su vez no era sino una entre billones. Al final, recurriendo a la conciencia, nuestro último reducto, quizá no nos equivocábamos al creer que ocupábamos un lugar de preeminencia respecto del resto de las criaturas del planeta. Pero la mente que un día se había rebelado contra los dioses estaba a punto de destronarse a sí misma por obra de su propio y fabuloso alcance. Dicho de forma abreviaba, diseñaríamos una máquina un poco más inteligente que nosotros, y dejaríamos que esa máquina inventara otra que escaparía a nuestra comprensión. ¿Qué necesidad habría de nosotros, entonces?

McEwan, Ian (2019). Máquinas como yo. Anagrama. ISBN: 9788433940872 

y hasta acostada obedece…

Lectura fácil, de Cristina Morales

La alienación puede ser dos cosas: la originaria del abuelo Marx y la adaptada a la opresión de cada una, basada en aquella. El yayo Karl decía que la alienación es la desposesión del obrero con respecto a su manufactura. Yo digo que alienación es la identificación de nuestros deseos e intereses con los deseos e intereses del poder. La clave, sin embargo, no está en dicha identificación, que se da constantemente en democracia: creemos que votar nos beneficia y vamos a votar. Creemos que los beneficios de la empresa nos benefician y trabajamos eficientemente. Creemos que reciclar nos beneficia y tenemos cuatro bolsas de basura distintas en nuestros pisos de treinta metros cuadrados. Creemos que el pacifismo es la respuesta a la violencia y recorremos diez kilómetros haciendo una batucada. La clave, digo, no está en la ridícula vida cívica sino en su constatación, en darse cuenta de que una está haciendo lo que le mandan desde que se levanta hasta que se acuesta y hasta acostada obedece, porque una duerme siete u ocho horas entre semana y diez o doce los fines de semana, y duerme del tirón, sin permitirse vigilias, y duerme de noche, sin permitirse siestas, y no dormir las horas mandadas se considera una tara: insomnio, narcolepsia, vagancia, depresión estrés.

Morales, Cristina (2018). Lectura fácil. Anagrama. ISBN: 9788433939937

Llego casi a quererla

Apegos ferocesMi madre se queda mirándolo, sacude la cabeza, agarra mi brazo con fuerza entre los dedos y me arrastra avenida arriba.

–Parece mentira –dice–. Un buen muchacho judío que se afeita la cabeza y va por la calle balbuciendo vete a saber por qué. Este mundo está lleno de locos. Todos se divorcian y si no, esto. ¡Menuda generación la vuestra!

–Mamá, no empieces –respondo yo–. No me vengas otra vez con ese discursito.

–Ni discursito ni nada –me corta–, es la verdad. No sé si nosotros lo hicimos bien, pero, desde luego, no íbamos arrastrándonos por la calle como vosotros. Teníamos orden, compostura, dignidad. Las familias permanecían unidas y la gente vivía como es debido.

–Eso son chorradas. La gente no vivía como es debido, la gente llevaba vidas ocultas. No irás a decirme ahora que la gente era más feliz antes, ¿no?

–No –capitula al instante–, no digo eso.

–Entonces, ¿qué dices?

Frunce el ceño y deja de hablar. Rebusca en su cabeza para dar con lo que quiere decir. Ah, ya lo tiene. Triunfal, acusadora, señala:

–La infelicidad está tan viva hoy en día.

Sus palabras me sobresaltan y me satisfacen. Siento placer cuando dice algo cierto o inteligente. Llego casi a quererla.

–Ése es el primer paso, mamá –digo con suavidad–. La infelicidad tiene que estar viva para que pueda suceder cualquier cosa.

Se detiene ante la biblioteca. No quiere oír lo que le digo, pero la conversación la entusiasma. Sus apagados ojos marrones, oscuros y brillantes en mi niñez, se iluminan a medida que el significado de sus palabras y las mías penetra en su pensamiento. Sus mejillas se ruborizan y su rostro tierno como un panecillo se endurece maravillosamente con una definición nueva. La encuentro hermosa. Sé por experiencia que recordará esta tarde como una hondamente placentera. También sé que será incapaz de decirle a nadie por qué. Disfruta pensando, aunque no lo sabe. Nunca lo ha sabido.

Gornick, Vivian (2017). Apegos feroces. Sexto piso. ISBN: 9788416677702 

What we are, we are

—El otro día tuve una revelación. Verás cómo fue. Estaba solo en casa de Valentina, sintiéndome un poco extraño en casa de otra persona, con la ropa y las cosas de otra persona, ya me entiendes: hay más secretos en el cajón de la ropa interior que en un diario íntimo. Para distraerme me puse a ver la televisión. Estaban dando El mago de Oz. Siempre la dan por estas fechas, como Qué bello es vivir o Milagro en la calle 34, películas para críos y retrasados. Yo El mago de Oz ya la había visto, pero de puro aburrido la volví a ver. Y mientras la veía a trompicones, sin poner mucha atención, se me ocurrió pensar: ¿por qué uno ha de creer en el Evangelio y no en El mago de Oz? Son dos relatos y los dos tratan de lo mismo: el camino a la salvación, los buenos y los malos, la fe, la solidaridad. Además, en El mago de Oz los personajes son más cercanos: entre san Pedro y el Espantapájaros, ya me dirás tú con cuál te quedas. ¿Y Dorothy? ¡Está divina! A su manera, Judy Garland también murió por culpa de los fariseos, que somos nosotros: tú, yo, aquellos chinos tan ruidosos, estos papanatas, toda la raza humana. ¿Te parece una tontería?

—No, no. Yo también respeto las creencias ajenas.

—Vale. Pero no vayas a pensar que me estoy inventando una nueva religión. No es mi intención ni podría, aunque quisiera. Me guste o no, soy católico, apostólico y romano, como tú. Uno pertenece a la religión en la que se ha criado y es inútil querer cambiarla. Si yo te digo: soy católico creyente y practicante, a ti te parecerá normal, tanto si tú lo eres como si no. Pero si te digo: creo en los dioses del Olimpo, tú pensarás: éste se ha sonado. Sin embargo, Platón y Aristóteles creían de buena fe en Zeus y en Apolo, sin menoscabo de su extraordinaria inteligencia. Creían en lo suyo, igual que hablaban griego y no francés o portugués. ¿Entiendes lo que te quiero decir? Que no le des más vueltas. Que los dos somos tan cristianos como santa Teresa. Yo lo único que hago es adaptar algunos aspectos de la religión a estos tiempos, a este país y, sobre todo, a mí mismo.

Me miró fijamente, como si quisiera adivinar mi pensamiento. Luego continuó hablando.

—La adaptación es un mecanismo de subsistencia. Los que somos como yo, lo dominamos. Estamos acostumbrados a adaptarnos desde pequeños. Por si no me has entendido, te pondré un ejemplo. En el edificio donde vivía hasta hace unos días, ese del que tuve que salir por piernas, vivía un indio. No un indio de la India, sino un indio americano: cheyenne, cherokee, sioux, da lo mismo. Bueno, pues este vecino, un día, hablando, me contó que, de niño, cuando veía películas del Oeste, ya sabía que los buenos eran los cowboys o los soldados o los de la diligencia, y que los malos eran los indios. Naturalmente, él iba a favor de los buenos. Si lo pensaba, le parecía un poco raro, pero hacía como si fuera normal, porque la alternativa era quedarse sin ir al cine los fines de semana.

—Ya veo lo que me estás diciendo, pero no sé por qué me cuentas estas cosas.

—No para hacer proselitismo, si es eso lo que temes. Hablaba por hablar. De todas formas, hace unos años esto mismo no se lo habría contado ni a mi mejor amigo. Ahora ya no me importa contárselo a quien sea.

What we are, we are.

Mendoza, Eduardo (2018). El rey recibe. Seix Barral. ISBN: 9788432234071

también en la vida real hay golpes de suerte…

La paciencia y el empeño necesarios para alcanzar el final del juego, representado siempre en el centro del tablero por los jardines del Edén, es una metáfora del tesón imprescindible para recorrer el difícil viaje interior que lleva a la iniciación. La partida se desarrolla sobre un lienzo o una tabla en los que aparece una espiral dividida en sesenta y tres casillas adornadas con bellos emblemas, algunos fijos y otros variables. Entre los fijos, cada nueve casillas aparece una oca, ave sagrada para muchas antiguas culturas; también hay dos puentes, un pozo, un laberinto y, por supuesto, la muerte. El juego consiste en lanzar los dados —dos— por turno y avanzar, con el taco de madera o hueso que representa a cada jugador, tantas casillas como puntos se obtengan. Sin embargo, son las reglas que limitan este avance las que contienen las enseñanzas. Por ejemplo, si en la primera tirada un jugador saca un cinco, avanza hasta la casilla cincuenta y tres y vuelve a tirar, pues también en la vida real hay golpes de suerte, pero si en algún momento llega al laberinto, se perderá, estará un turno sin tirar y retrocederá un largo trecho; si la suerte le pone sobre una de las palmípedas saltará a la siguiente mientras exclama: «¡De oca a oca!», que, curiosamente, era la fórmula utilizada por los antiguos egipcios para expresar el tránsito desde la muerte al nuevo nacimiento; pero si cae en el pozo tendrá que esperar con paciencia a que otro jugador caiga también para poder salir. Así va discurriendo el juego, uno de cuyos rasgos  simbólicos más destacados es que, si el jugador llega a la casilla de la muerte, entonces, como en la vida, sólo deberá retroceder al principio y volver a empezar. Cuando arribes a nuestra casa de Serra d’El-Rei jugaremos a La Oca, pues siempre ando a la busca de compañeros a quienes retar y tú, mi hijo, serás el contrincante perfecto.

Asensi, Matilde (2004). Peregrinatio. Planeta. ISBN: 9788408005551

¿qué pretende, que se convierta en funcionario?

Como es lógico, en semejantes condiciones nada había ido como debía en lo referente a la educación de nuestro retoño. Tras pasarse las noches en agradable compañía, participando en conversaciones de adultos, en debates que a veces eran de altos vuelos o en inflamados monólogos de borrachos inspirados, las mañanas en la escuela se le hacían muy largas y aburridas. Bueno, más bien las tardes, porque después de veladas como aquéllas casi todas las mañanas faltaba a clase. Cuando Marine y yo llegábamos con la cara amarillenta y los ojos ocultos tras nuestras gafas ahumadas al día siguiente de una fiesta, inventando delirantes mentiras para justificar las repetidas ausencias de nuestro hijo, la señorita nos miraba con cara de consternación. Un día, nos dijo furiosa:

─ ¡Esto es una escuela, no un hotel!

A lo que mi encantadora mujer replicó con ingenio y desenvoltura:

─ Es una pena, porque, ¿sabe usted?, al menos los hoteles sirven para algo, no como esta escuela. Aquí sólo le enseñan chorradas infantiles, así que no es que aprenda mucho. En cambio, por la noche, con nosotros, oye muy buena prosa, habla de las novedades literarias con libreros, opina sobre la marcha del mundo ante diplomáticos, cultiva el huerto con su amigo el senador, conversa de política fiscal y finanzas internacionales con banqueros de fama mundial, les hace la corte a plebeyas y marquesas, ¡y usted nos sale con la monserga del respeto a los horarios! Pero ¿qué pretende, que se convierta en funcionario? Mi hijo es un erudito pájaro nocturno que ya se ha leído el diccionario tres veces, y usted quiere transformarlo en una gaviota cubierta de aceite usado debatiéndose en una marea negra de agobios. ¡ Si no lo traemos hasta después de comer, es para evitar todo eso!

Bourdeaut, Olivier (2017). Esperando a mister Bojangles. Salamandra. ISBN: 9788415631699

…por eso entro donde me da la gana

Soy_un_gatoEn primer lugar, soy de la opinión de que el cielo se hizo para dar cobijo al acto creativo en sí, y la tierra para que las cosas creadas que permanecieran en ella tuvieran un sustento con que sobrevivir. Incluso los seres humanos que adoran discutir sobre todo lo discutible no podrán negar este hecho. Después, deberíamos preguntarnos cómo o con qué esfuerzo han contribuido los humanos a esa creación. La respuesta es clara: con nada. ¿Qué derecho asiste, entonces, a los humanos para apropiarse de las cosas que ellos mismos no han creado y que no les pertenecen? Por supuesto, la no existencia de ese derecho no impide que esas criaturas se apropien de lo que les venga en gana. Pero entonces, seguramente, no hallarán ninguna justificación para impedir a los demás entrar y salir inocentemente de eso que llaman su propiedad. Si se acepta el derecho que Fulanito de tal o Menganito de cual tiene de parcelar, dividir y colocar vallas en este mundo sin fronteras, y registrarlas a su nombre, ¿cómo podrá evitarse entonces que tales personas se dediquen también a parcelar y dividir el cielo y a encerrar el aire? Si la ley natural permite la propiedad privada de la tierra y la compraventa asignando un valor por metro cuadrado, es lógico que también se permita la partición del aire que respiramos y su venta por metro cúbico. Si no se puede negociar con la atmósfera y es ilegal la partición del firmamento, se debe deducir entonces que la propiedad de la tierra es irracional y no algo natural. Ésa es mi convicción, y por eso entro donde me da la gana. Naturalmente, si no quiero ir a un sitio, no voy. Pero si se me antoja, no me preocupo en absoluto sobre la propiedad de lo que encuentro en mi camino. No siento ningún tipo de inhibición por entrar en la propiedad de gente como los Kaneda, si ése es mi deseo. Sin embargo, la triste realidad es que, siendo un simple gato, no puedo competir en el terreno de la pura fuerza física. Mientras rija en el mundo la ley del más fuerte, los gatos no podremos esperar que se nos permita discutir, por mucha razón que tengamos. Y si nos empeñamos en hacer valer nuestras razones, el riesgo que corremos es el de que nos muelan a palos, como le pasó a Kuro, el gato del carretero. En situaciones en las que se enfrentan la razón y la fuerza bruta, uno debe elegir entre plegarse a una imposición o seguir siendo fiel a sus convicciones y evitar así el enfrentamiento. Yo, por supuesto, me quedo con la segunda opción. Si a uno no le van a moler a palos, debe animarse a hacer algo, pues resulta una forma de presión. Por tanto, y una vez explicado el concepto de “traspasar” como algo irracional y el de “husmear” como una forma de “presión”, me dispongo a describir mis visitas a la casa de los Kaneda.

Soseki, Natsume (2010). Soy un gato. Impedimenta. ISBN: 9788415130888

 

o quizá somos prisioneros

aprender-hablar-plantasSomos dos adultos que, como tantos otros, hemos quedado fuera de los circuitos familiares, fuera de las maternidades, de las paternidades, de las parejas. Dos adultos que viven sin estar plenamente comprometidos con otro ser humano. Somos libres, o quizá somos prisioneros de nuestra libertad. Sé que la mujer rubia de los pantalones de cuero duerme aquí algunas noches, solo algunas. Es Thomas quien elige cuándo tener compañía y cuándo seguir como un alma solitaria dentro de la gran ciudad. ¿Es lo que haré yo a partir de ahora? ¿Es lo que habría hecho si Mauro siguiera vivo? Thomas ha elegido estar solo; yo, en cambio, que no quería renunciar a la soledad, tropecé de repente con alguien que llenó todo, difuminó la individualidad con la que me había estado levantando cada mañana, y aprendí a adaptarme a mi propia contradicción. Se comparte un beso, un rincón privado, una confidencia, un piso, y se acaba compartiendo toda una vida. Hasta aquí todo está en nuestras manos, en mayor o menor medida tenemos el control de la inercia hasta que el azar hace de las suyas y deja a su paso apenas unos recuerdos desfigurados y la impotencia de no poder volver atrás ni seguir hacia delante. Mi soledad no puede ser como la de Thomas porque de mí se espera un cambio, chapa y pintura sobre el zarpazo con que la vida me ha acanalado la espalda.

Me quiero esconder aquí, con el peso del vino en los párpados, donde todo está velado por el gris blanquecino del tabaco de un amigo solitario que me anima a escuchar un vinilo tras otro de música de los ochenta.

Orriols, Marta (2018). Aprender a hablar con las plantas. Lumen. ISBN: 9788426406514 

…los porqués siempre han sido cobardes

Amor fou / Marta SanzAl evocar la imagen de la niña que con toda probabilidad escribe al dictado, soy incapaz de meterme en ese pellejo infantil,  y me pongo en el lugar de la madre. Me interrogo sobre las razones que le dará Elisa a Esther para que coja el lápiz y escriba, me interrogo sobre si de hecho habrá razones, me interrogo sobre lo que le pasaría a Elisa por la cabeza cuando decidió concebir a su hija. Yo a veces he pensado en concebir un hijo y los porqués siempre han sido cobardes. Primero pensaba que un hijo era la encarnación del amor y me avergoncé de creer algo tan idiota. Me olvidé de la alegría de los progenitores cuando identifican en los gestos del hijo la inclinación del padre al levantar una bolsa muy pesada. Me olvidé del crecimiento monstruoso de una nariz adolescente que se parece mucho a la de mi padre, o de la fobia al melón o de las aptitudes musicales heredadas. Me olvidé de la generosidad de perpetuar la especie, porque en esa generosidad adiviné razones personales e intransferibles: el reloj de la biología no es más que una excusa para encubrir la verdad de que no queremos morir solos. Comodidad disfrazada de amor universal. Alguien se encargará de secarnos el sudor frío.

Sanz, Marta (2018). Amor fou. Anagrama. ISBN: 978-84-339-3920-3

…esperar más allá de toda esperanza

SerotoninaEn cuanto a mí, nada parecía capaz de frenar mi camino hacia la aniquilación. No abandoné, sin embargo, la casa de Saint-Aubert-sur-Orne, al menos no de inmediato, lo que retrospectivamente me resulta difícil de explicar. No esperaba nada, era plenamente consciente de que no tenía nada que esperar, consideraba completo y correcto mi análisis de la situación. Existen algunas zonas de la psique humana que siguen siendo poco conocidas porque se han explorado poco, porque afortunadamente pocas personas se han visto en la tesitura de tener que hacerlo, y porque quienes lo han hecho han conservado en general demasiado poco raciocinio para dar una descripción admisible. A esas zonas solo es posible aproximarse utilizando fórmulas paradójicas y hasta absurdas, entre las cuales la única que se me ocurre realmente es esperar más allá de toda esperanza. No es parecida a la noche, es mucho peor; y sin haber vivido personalmente esta experiencia tengo la impresión de que incluso cuando te adentras en la auténtica noche, la noche polar, la que dura seis meses seguidos, subsiste el concepto o el recuerdo del sol. Yo había entrado en una noche sin fin, y sin embargo, en mi interior, subsistía algo, mucho menos que una esperanza, una incertidumbre, digamos. También se podría decir que incluso cuando personalmente has perdido la partida, cuando has jugado tu última carta, perdura en algunos –no en todos, no en todos– la idea de que algo en los cielos va a hacerse cargo del juego, va a decidir arbitrariamente que se reparta otra mano, que vuelvan a lanzarse los dados, y ello incluso cuando nunca has advertido, en ningún momento de tu vida, la intervención ni tampoco la presencia de una divinidad cualquiera, incluso cuando eres consciente de que no mereces especialmente la intervención de una deidad favorable, e incluso cuando te das cuenta, considerando la acumulación de errores y faltas que constituye tu vida, de que la mereces menos que nadie.

Houellebecq, Michel (2019). Serotonina. Anagrama. ISBN: 978-84-339-4003-2